En los años 20, México era un país en reconstrucción. Después de décadas de dictadura y una revolución sangrienta, el nuevo gobierno buscaba reinventar la nación y encontró en el arte un aliado poderoso.
Así nació el muralismo mexicano: un movimiento político y artístico que convirtió los muros en manifiestos, y a los artistas en cronistas del pueblo. Las paredes se transformaron en espacios de memoria, identidad y resistencia.
Entre 1910 y 1920, la Revolución Mexicana sacudió al país en contra de la dictadura de Porfirio Díaz, en el poder desde 1876. Líderes como Emiliano Zapata y Pancho Villa luchaban por justicia social, reforma agraria y un gobierno popular.
Al finalizar la guerra, las élites culturales del nuevo régimen entendieron que era momento de construir una identidad nacional, exaltar las raíces indígenas y educar al pueblo. El arte debía salir de los museos y tomar las calles.
Durante los años 20, el Estado comenzó a encargar murales en escuelas, edificios públicos y universidades. Lo más radical: los artistas tenían total libertad creativa. La misión era clara: democratizar el arte y difundir los valores revolucionarios.
Tres artistas definieron el muralismo mexicano, cada uno con una visión particular del país:
Diego Rivera fue el más idealista. Vivía en Europa durante la Revolución y su obra mostraba una visión utópica del pueblo. Influenciado por el cubismo y el Renacimiento italiano, usaba tonos terrosos, figuras monumentales y símbolos indígenas para pintar un México nuevo. Un episodio clave: fue contratado para pintar un mural en el Rockefeller Center, en Nueva York. Rivera incluyó el rostro de Lenin. La familia Rockefeller exigió eliminarlo. Se negó. El mural fue destruido. Años después, lo reprodujo en el Palacio de Bellas Artes, en Ciudad de México.
José Clemente Orozco, a diferencia de Rivera, sí combatió en la Revolución. Su arte es más sombrío, crítico y profundamente humano. Deforma figuras, denuncia la violencia y cuestiona la noción de heroísmo. Para él, la guerra fue un trauma, no una gloria.
David Alfaro Siqueiros fue el más radical. Joven, comunista y experimental, usó esmaltes industriales, aerosoles y herramientas mecánicas para crear murales dinámicos y futuristas. Defendía un socialismo científico y una nueva identidad latinoamericana.
Las mujeres también fueron parte del movimiento, aunque invisibilizadas por la historia oficial.
Aurora Reyes Flores es considerada la primera muralista mexicana, con obras en escuelas y sindicatos.
Rina Lazo, asistente de Rivera durante más de 10 años, integró cosmovisión maya y crítica social.
Fanny Rabel, artista polaca exiliada en México, fue muralista, feminista y defensora de la educación popular a través del arte.
Pintar muros no era novedad en México. Civilizaciones como los olmecas, mayas y aztecas ya lo hacían siglos antes de la colonización. Pero el muralismo del siglo XX introdujo ideas modernas: marxismo, antiimperialismo, utopía, crítica política.
Incluso antes de Rivera, el pintor Juan Cordero (siglo XIX) ya experimentaba con murales de contenido político. En 1922, Rivera pintó su primer mural oficial, La Creación, en la Escuela Nacional Preparatoria una mezcla de cristianismo y simbolismo indígena.
El impacto del muralismo mexicano traspasó fronteras. Inspiró a artistas como Cándido Portinari (Brasil) y Antonio Berni (Argentina).
También influyó en Estados Unidos: Jackson Pollock fue alumno de Siqueiros.
Más que estética, el muralismo dejó una idea poderosa: el arte debe ser público, accesible y comprometido.